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-No grités que no vendés -le dice Manuel a la directora en un tono desafiante, como si fuese el verso final de un rap improvisado que, de rebote, encuentra su contrapunto en los aplausos y risas de sus compañeros de curso. Manuel tiene catorce años, pero parece de ocho. La fuerza de las palabras le agrega musculatura a su cuerpo delgado, chiquito, que lleva oculto debajo del guardapolvo blanco y al que le sobra tela por todos lados. Está parado en la única puerta abierta de la escuela; justo en el medio, con las piernas y brazos en cruz. Semeja un mártir de una causa perdida o un peón que se mueve con conciencia de su debilidad -por lo tanto de su fortaleza- sobre un tablero de ajedrez ajeno. Con la palma de la mano derecha, Manuel, aprieta la columna de cemento; con la mano izquierda, agarra la segunda hoja de la puerta de metal que tiene el cerrojo oxidado por varios años sin uso.
-¿Qué te pasa a vos enano de jardín? -le dice la directora, confundiendo empatía con infantilización del lenguaje-. Si no te corres, llamo a la policía.
-Callate gorda -le dice Manuel, jugando para la tribuna, para la larga fila de estudiantes que se amontonan en el pasillo ensombrecido que da a la puerta-.Si me tocás te meto una denuncia que te vacío la heladera de por vida- remata. Alrededor de Manuel hay adultos de todos los tamaños, sexos e ideologías. Está la profesora de Educación Física, con fuerza suficiente para agarrarlo y tirarlo al patio de la escuela del mismo modo que lo hace con las jabalinas en el campo de deportes municipal. Está el profesor en Matemática, con un casco de moto colgando de la mano, calculando los minutos que le van a faltar para llegar a tiempo a una escuela del otro lado de las vías. Está el preceptor, el que le pregunta todos los lunes a Manuel ¿cómo te fue el fin de semana?, quien intenta convencerlo de que se corra, de que deje la puerta libre, de que sus compañeros tienen que volver a sus casas y los profesores deben irse cuanto antes para seguir trabajando. Pero no hay caso, Manuel no se mueve. Y, menos que menos, aunque en sus fantasías ya lo hubiesen revoleado al pasto, ningún profesor lo toca, ni siquiera lo roza. La situación se estira unos minutos, hasta que un pibe de quinto, dos años mayor que Manuel, con sensatez y determinación, le pone las manos en los hombros y lo saca de la puerta igual que a una caja de cartón que interrumpe el paso en el medio de la ruta.
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¿Ningún adulto podía desplazar a Manuel de la puerta? ¿Por qué un chico de catorce años, y que parece de ocho, hace un piquete individual en la puerta de la escuela y resulta inamovible? ¿Qué temores impidieron a los docentes entrar en contacto con Manuel? ¿El acercamiento físico de un cuerpo docente con “el estudiante piquetero” resultaría peligroso?
La responsabilidad civil es una obligación contractual procedente de la semántica jurídica. En las escuelas se menciona mucho a “la responsabilidad”. Mucho, pero mucho de verdad. Por lo general, se la invoca como motivo de impedimento: “No se puede cambiar a las/os niñas/os del nivel inicial si sus padres no están presentes”. “No le podemos dar el jarabe a las/os niñas/os, los padres deben ir al establecimiento si una dosis toca -¡siempre toca!- en el horario escolar”. Estos son tan sólo algunos ejemplos posibles. El carácter propositivo, todo lo que hace hacer en las instituciones, en cambio, es menos difundido. Es la que estipula que lo que ocurra en el aula, aún cuando el docente a cargo no esté presente, es su responsabilidad. De todos modos, esta regulación no genera, necesariamente, mayor puntualidad de las/os profesoras/es en el ingreso a las clases.
El tipo específico de responsabilidad civil en las instituciones educativas es indirecto o reflejo. ¿Reflejo de qué cosa? En las salas de profesores, la inquietud ante la responsabilidad civil se toca, tiene cuerpo. Es un cuervo negro que emana una verdad sólo con su perturbadora presencia. Es vivida como amenaza expresa la creciente judicialización de los vínculos escolares. Un proceso que refleja la desconfianza en aumento, es el “todos contra todos”, en una sociedad cada vez más tomada por la gestión de la inseguridad. Sin embargo, cuando los docentes nos deslizamos del miedo automático, cuando identificamos nuestras acciones con pensamiento, nos preguntamos: “¿Es cierto que estamos en peligro? ¿Realmente Manuel, o su familia, podrían hacerme un juicio si lo tomo tranquilamente del brazo y le pido que se corra de la puerta?”.
“Responsabilidad civil” es una de las expresiones más recientes de la jerga escolar y circunscribe a la escuela como a un corralito, con límites protectores del afuera y, también, intramuros. Traza una frontera y, como tal, dirime jurisdicciones, adjudica coberturas e intemperies. Toda presencia imprevista, toda circunstancia que desborda lo limitado o cualquier suceso que irrumpe en la escuela, es un riesgo latente.
La pasión por la responsabilidad civil es la expresión de hasta qué punto se han judicializado las relaciones escolares; del modo en que las prácticas públicas adoptan la estética propia de la seguridad pública. La securitización de la sociedad –anglicismo procedente de la semántica financiera- describe un tipo de lazo social basado en el miedo al otro, un miedo colectivo generalizado. Como postula Esteban Rodríguez Alzueta, es el pasaje del medio ambiente al miedo ambiente. En este clima de sospecha generalizada, los agentes escolares se protegen del poder destructor de la productiva y creciente industria del juicio. Cuando los docentes y equipos de conducción se sienten desprotegidos y amenazados habitan la institución priorizando la perspectiva jurídica. Desde ese estado de cosas, se toma con frecuencia la vía rápida de la salvaguarda de la privacidad. Un gesto con efectos de profunda despolitización de las relaciones institucionales y en el que la escuela queda pertrechada entre sus muros, muy atenta a controlar el derrame amenazante del afuera y deslindando posibles culpas en el adentro. Incluso, en pequeñas situaciones, se abandona el sentido común en nombre de una judicialización posible de los acontecimientos.
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-Estaba en mi oficina -cuenta Cristina en la cocina de su casa, mientras bate un mate boca abajo, que tapa con la palma de su mano, para sacarle el polvillo a la yerba- y de pronto entró la secretaria. Se paró enfrente, del otro lado del escritorio, y con cara de que había visto a Bin Laden en el pasillo, me dijo: “Dire tenemos una alumna con un dolor de cabeza terrible. Llamamos a la mamá y nos dijo que no puede venir a buscarla, que tiene dos nenes más, que en todo caso puede enviar un remis para que la piba se retire sola”-, Cristina hizo una pausa no tanto para recordar la anécdota sino para tantear si entendíamos la gravedad del escenario que narraba.
“¡No! le dije, no la podemos dejar que se vaya sola. Fui a ver a la chica y le pregunté si sólo le dolía la cabeza. Me respondió que también le molestaba el estómago. Entonces tomé la decisión de llamar al servicio de emergencia, tal como dice en el protocolo para estas situaciones. Mientras los esperábamos me comuniqué con su mamá. Me dijo que en media hora podía llegar, pero que en realidad no tenía plata para el remis y estaba viendo si un vecino la podía alcanzar en moto”. Según el Protocolo de actuación en caso de accidentes el responsable a cargo en la institución -siguiendo un escalafón jerárquico- debe dar aviso de inmediato al servicio de emergencias médicas y paralelamente a su familia. Además, en todo momento, según figura escrito, debe “acompañar al niño/joven con presencia y dedicación”. Y, fundamental para prevenir futuras demandas o complicaciones jurídicas, debe “Requerir del servicio de emergencias médicas el certificado o constancia de atención por parte del profesional médico interviniente.” -La alumna fue atendida -dice Cristina- y se nos indicó que con un analgésico se solucionaba el problema, ¡un analgésico podés creer!-, Cristina abre los brazos como si estuviera midiendo el tamaño del agujero por donde intuye que se perdió el sentido común en su escuela. -Pero no se lo podemos dar nosotros, hace falta la presencia de un familiar responsable para que le dé la pastillita. ¡Ni siquiera los de emergencias pueden dárselo! A esa altura alguien se tenía que hacer cargo y hasta el momento los únicos que estábamos éramos nosotros, siempre somos nosotros -subraya a modo de eco-. El servicio de emergencia podía trasladarla, pero hasta el hospital. Así lo hicimos. Me acompañó el preceptor, compañero de mil batallas, que se quedó junto a la alumna hasta que pudimos traer a su mamá y por fin la dejamos con su hija-.
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La judicialización sitúa a las prácticas escolares bajo la norma, lo que se debe hacer y lo que no; lo que está habilitado como parte del funcionamiento normalizador de la escuela y aquello que la desplaza de esta función. Pero lo hace del modo más extremo porque supone un plano jurídico donde la responsabilidad civil se impone como criterio de demarcación para las prácticas escolares. El poder judicial ingresa por encima del poder pedagógico. Es un regulativo de duplicación del dispositivo disciplinario en el dispositivo escolar: la judicialización de los vínculos opera como una exterioridad legal que encierra a la escuela dentro de sus propios muros. Coloca un cerrojo de miedo enorme y multiplica adentro las responsabilidades que podrían tomar por asalto a los agentes escolares. Virtualmente, el aparato judicial está por encima de la cabeza de cada uno de los docentes, todo el tiempo, en cualquier acción, como la de negarle una aspirina a una alumna -incluso tras el consentimiento de un médico- por un dolor de cabeza. Así de preciso y así de absurdo. Entonces, aquello de lo que nos habla la judicialización de los vínculos escolares es de la debilidad de la escuela, de la pérdida de su fuerza disciplinaria tal como la conocimos en el modelo normal-tradicional. Pone de manifiesto la preeminencia de la dimensión jurídica sobre la dimensión pedagógica y política de nuestras escuelas contemporáneas.
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-Salir es un quilombo -dice Leandro, director de una escuela de Monte Grande, sentado sobre la mesa de un aula vacía pero plagada de rastros de alumnos: en las paredes cuelgan afiches amarillos y rojos con trabajos sobre Educación vial; el tacho de basura desborda de botellas de plástico y de envoltorios de alfajores; y en el medio del pizarrón, con tiza blanca y una letra del tamaño de la cabeza de un dogo, una leyenda dice “el que abandona no tiene premio”.
-Cuando empecé acá, hace cinco años, íbamos a todos lados. Al Museo de la Memoria, a ver obras de teatro en Capital, a los torneos bonaerenses, de campamento a Tandil, a visitar universidades, hasta a Temaiken fuimos con el embole que es -enumera Leandro con una sonrisa treintañera, cargada de entusiasmo-. Quizás porque tenía más fuerza o porque era más inconsciente, no sé. La verdad es que cada salida me llevaba dos semanas de dedicación exclusiva: me volvía loco. Y no era sólo yo el que bailaba, a mi alrededor tenía a los preceptores y a los profesores a cargo de la excursión bailando la misma canción. Con la cantidad de papeles que tenía que llenar, rastrear y firmar no me podía dedicar a otra cosa: ¡Hasta del seguro del micro me tenía que ocupar! Lo peor era que terminábamos descuidando al resto de los chicos, a los que no viajaban. Se hace cada vez más difícil salir de la escuela hoy en día. No quiero ser como esos docentes avinagrados que se la pasan diciendo que antes estábamos mejor, pero en algunas cosas, en muy pocas, algo de razón tienen. Cuando éramos chicos, quince, veinte años atrás, no había tanto miedo ni tanta jaula de hierro burocrática. En la escuela en la que hice la secundaria nos sacaban a todos lados y aún así seguimos vivos.
La responsabilidad civil además de tranquilidades distribuye imposibilidades. Salir de excursión con los alumnos se ha convertido en una tarea administrativa extrema, cuando sólo se aspira, por ejemplo, a ir al campo de deportes a realizar una jornada de convivencia entre alumnos de una misma escuela.
-Este año sólo fuimos al campo de la Sociedad Italiana -dice Leandro-, con los más grandes. Lo hacemos, mejor dicho lo hacíamos, una vez por trimestre. La idea de las jornadas de convivencia es cambiar la pantalla: jugar al fútbol, charlar en ronda, armar juegos, amasar unas pizzas juntos. Pasar uno de esos días que tan bien nos hacen como comunidad, a los pibes y a los adultos. El campo queda en este mismo distrito. Son menos papeles. Y si el inspector te levanta el pulgar nos tomamos un colectivo de línea que nos deja en la puerta y listo; menos carpetas para llenar. Iba todo bien, la estábamos pasando diez puntos. Pero minutos antes de volvernos, mientras jugábamos a la pelota, los profes incluidos, un pibe de sexto año choca contra un palo del arco y se quiebra un brazo. Un accidente que pudo haber pasado en cualquier lado, pero nos pasó a nosotros. Como se imaginarán hicimos lo que dice el Protocolo, paso por paso. Sin embargo, en este momento, en alguna carpeta de jefatura hay una denuncia con mi nombre que me va a llevar más de un dolor de cabeza. Lo lamento por los pibes, pero conmigo no salen más-.
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La judicialización de los vínculos escolares es la contracara de la gestión de la seguridad social que regula la vida colectiva. La gestión de la seguridad social entroniza a la responsabilidad civil en el centro de la vida escolar y esto requiere de la construcción de mapas de riesgo en las escuelas. Los mapas de riesgo protegen a los agentes escolares; si existe el mapa de riesgo, el seguro brinda cobertura ante cualquier desgraciada eventualidad. El mapa de riesgo conjura el miedo. El miedo es una de las pasiones políticas más extendida en el mundo contemporáneo, una pasión que se conjura con el amor a la seguridad. Amor, ni pretensión ni voluntad; amor porque es un deseo colectivo que opera como forma de vínculo social: la seguridad es un querer común que se extiende como modo de ser de nuestras prácticas habituales. Miedo y seguridad son parte de un mismo entramado, una y otra se requieren.
El miedo, como en el relato de Leandro, privatiza la experiencia de lo público y la vuelve relativa a un plano individual. El capitalismo hace del deseo individual su correa de transmisión política y define a los vínculos sociales a través de la competencia, es decir, de la configuración del otro como amenaza. El deseo individual se inscribe, en relación al terreno de la lucha económica y, extendida a todos los aspectos de la vida cotidiana. En la matriz misma del capitalismo, miedo, individualidad y seguridad componen un sistema, que en el mundo contemporáneo adquiere una visibilidad aún mayor. Las relaciones escolares no están por afuera de este panorama afectivo y el claustro actual, paradójicamente tan abierto al mundo, es un escenario de despliegue de la pasión actual por antonomasia. En ocasiones, la forma expresiva del miedo en las escuelas deviene en acciones y en palabras que son dichas sólo para salvarse.
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Alejandra, la secretaria de una escuela media de Rosario, envía al grupo de profesores de WhatsApp una serie de fotos que tomó de la sala de computación al final del día. En una imagen aparece en primer plano un líquido negro -que puede ser gaseosa- derramado sobre un teclado; en otra los cables de un modem cortados en varios pedazos con tijera; en otra el tacho de basura vacío, sobre un monitor como sombrero. Alejandra pregunta al resto: “¿Saben qué pasó en la sala?”. De inmediato, en el mismo chat, se activa un reflejo para deslindar responsabilidades personales. En fila, uno detrás de otro, empiezan a caer mensajes de los compañeros que dicen: “Yo hoy no fui a la sala”; “No uso las computadoras”; “¿El preceptor no vio nada?”; “¿No está registrado en la planilla de la sala quién estaba a cargo del curso?”.
El deslinde de las responsabilidades personales es el mismo combustible que alienta a la judicialización de las relaciones escolares. Por momentos, opera como un contestador automático que repone las coordenadas espaciales instituidas; esas mismas coordenadas que los habitantes de la escuela temen recorrer cuando tienen lugar estos incidentes. ¿Qué efectos tiene habitar la escuela desde la perspectiva clásica: “No estoy a cargo del grupo, no soy docente de ellos”? ¿Qué tipo de vida tenemos en la escuela cuando la habitamos desde la fragmentación, desde las respuestas individuales a los problemas comunes?
En la escena narrada, como en tantas otras de esa misma escuela o de otra, lo que se observa es una comunidad escolar en la que el otro es, antes que nada, un extraño que puede dañar. Una escuela asustada, habitada por individuos asustados que se repliegan sobre el miedo y la judicialización de los vínculos como respuesta inmediata al miedo ambiente. Una respuesta que, paradójicamente, refuerza la vulnerabilidad individual. Por ello se hace necesario darle entidad al miedo. Ni disimularlo, ni ningunearlo. El miedo es la emoción más fuerte y primaria, y está al servicio de la conservación de la vida.
Lo común, en las escuelas donde el miedo impera, es la experiencia de la crisis de la educación tradicional. Pero este plus de reconocimiento queda silenciado en el registro de lo inefable. El miedo se alimenta, justamente, de la disolución de lo común, debido a que -en palabras del filósofo Santiago López Petit- “el destino personal no se vincula de ninguna manera con el destino colectivo, cada uno solo debe resolver sus problemas. Problemas que son sistémicos, se viven y tratan de solucionarse como problemas individuales, lo que genera un sentimiento de impotencia, y extiende una actitud indiferente respecto al otro”.
Entonces, ¿cómo podemos combatir el miedo en la escuela sin interponer formularios de denuncia como escudos? Fortaleciendo lo que está débil, es decir, fortaleciendo la comunidad escolar y, por otro lado, conjurando cierto darwinismo social que habilita el sálvese quien pueda, que hace de la práctica individual un modo de respuesta mecánico ante los conflictos institucionales. Este fortalecimiento es un proceso lento, que parte del axioma de que la comunidad escolar no viene hecha; de que, en todo caso, es efecto de una construcción situacional entre los que allí estamos y con lo que tenemos a nuestro alcance. Esto implica la aceptación de que si algo trágico nos sucede, esta desgracia no implica que, necesariamente, pueda encontrarse un culpable, ni que haya sido efecto de la desidia institucional.
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En la escuela Juan Manuel de Rosas de Paraná, Entre Ríos, hay 500 estudiantes, 90 docentes, 150 sillas, 80 bancos, dos baños y un lago.
-El lago va y viene -dice Mario vía mail-. Lo trae la lluvia, cualquier lluvia, aunque sean dos gotas; se queda unos días en el patio, nos cambia el paisaje y, por arte de magia, de un día para el otro desaparece. Las primeras veces que sucedió era todo angustia: “Chicos no salgan de las aulas”; “Quédense quietos”; “No pisen el patio”. Teníamos miedo de que pase algo, de que el agua trajera algún bicho, de que pique o muerda a algún alumno y después tener lío con las familias. Hicimos todos los reclamos correspondientes y no nos daban ninguna solución. Después de cada lluvia el patio, justo el patio, lugar de encuentro por excelencia, aparecía inundado. Y lo peor, por miedo, encerrábamos a los pibes en las aulas como si estuviésemos en el siglo XIX.
¿Cómo organizar intercambios escolares cuando -real y metafóricamente- hay lagunas artificiales que nos separan? ¿Cómo armar un común cuando presentimos -por experiencia acumulada- que en nuestras escuelas cualquier cosa puede pasar? ¿Cómo fertilizar un territorio inundado de miedos y recaudos? ¿Qué acciones puede llevar a cabo la escuela para mejorar la vida en común?
Cómo vamos a vivir juntos es una pregunta sencilla y clara que muy pocas veces se hace la escuela. Plantearla tiene como consecuencia asumir la construcción de la comunidad educativa como eje transversal en la vida institucional. Una construcción que se expresa en la creación de espacios para tramitar un problema grupal, que les toca a todos los que habitan la escuela. Asumir la gestión institucional como la construcción de una trama comunitaria supone darle espacio a ese armado.
-Con un grupo de profesores -continúa Mario- nos organizamos y pensamos que no podíamos seguir dándole la espalda al lago. Algo teníamos que hacer. Llevamos la preocupación a los cursos y tras un largo debate salió la idea de hacer un video para visibilizar el problema, para difundirlo por redes sociales y que escuchen los que no querían escuchar. Yo tengo una productora donde filmamos bastante contenido educativo, así que le metimos para adelante. Los pibes se re coparon, los profes también. Cada vez que caían unas gotas salíamos a filmar, de un modo muy precario, artesanal, pero que servía para que todos juntos estemos mirando el mismo problema. Y así, con humor y algo de sarcasmo, el patio inundado se convirtió en “La escuelago”, pero sobre todo en la oportunidad de crear algo juntos.
(*) Artículo publicado en la revista Anfibia Acceda desde aquí
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