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Carmen adivina lo que le va a contestar la Secretaria. Con más de 30 años de aula encima sabe decodificar las inflexiones de la voz y los gestos mínimos de quienes pueblan las escuelas.
—Del Ministerio negaron la licencia porque dicen que el congreso ése no está auspiciado por el gobierno de la provincia.
—Pero es en España, Nora. Es un congreso sobre pedagogía y ciencias sociales y me invitaron especialmente, qué van a saber ellos del gobierno de la provincia.
—No te queda otra que tomarte una licencia por asuntos personales… pero vas a perder presentismo y días. Fijate lo que te conviene.
—Y, tengo un doctorado en Didáctica de la Geografía y me invitaron especialmente a exponer… mirá si me lo voy a perder porque estos tipos solamente saben estampar sellos y bochar expedientes. Pasame un “Asuntos personales”.
Carmen salió de Secretaría para macerar su derrota burocrática en Sala de Profesores. A las diez y media de la mañana en general no solía haber nadie, así que pudo digerirla tranquila. No fue tan doloroso: ella ya lo sabía de antes. Sabe con qué bueyes ara. Hace más de 30 años sabe con qué bueyes ara.
El sistema educativo es una trituradora de subjetividades. Todas las expectativas que le ponemos al momento en que vamos a entrar al aula por primera vez se van cortando a cuchillo y entrando en una línea de montaje que, como en la película The Wall, terminan cayendo en una picadora de carne. Con el tiempo los docentes vamos aceptando lo que pasa dentro de las escuelas –no dentro de las aulas sino en los pasillos, en sala de profesores, en las idas y vueltas al ministerio– como una verdad inmutable y única. Nos cruzamos con gente que no tiene ganas de estar ahí, porque se las han extirpado con el bisturí de una rutina burocrático-política que desintegra, como un ácido corrosivo, todo deseo.
Soy un docente del Bicentenario: empecé a dar clases en junio de 2010 en segundo y en cuarto años de la secundaria. Llevo siete años como profesor en escuelas públicas porteñas. Mis alumnos forman parte de generaciones pauperizadas por los cimbronazos económico-sociales de la historia reciente: familias que, cada tantos años, parecen ser sujetadas de los pelos y ahogadas en la miseria.
¿Qué buscamos quienes trabajamos como docentes? ¿Una entrada estable de dinero? ¿Transformar la realidad? ¿O escapar de ella? La convivencia, prolongada en los años, entre personas con perfiles profesionales y pedagógicos dispares nos transforma en esponjas de un sistema implícito de normas y valores que conforman la dinámica escolar.
En rigor, un pequeño porcentaje de esos códigos tienen un asidero jurídico real: el resto son tradiciones, gestos, miradas, que anulan o habilitan espacios para la tarea. En los recreos, en las horas libres y en los tiempos muertos aparecen entre los adultos los conflictos, las explicaciones, los chismes, los boicots. Y, de vez en cuando, aparecen personas con las que elegimos trabajar porque compartimos criterios. Y, muy de vez en cuando, la magia de un encuentro mirándose a los ojos y laburando con objetivos y metas comunes y transformadoras. Pero siempre a modo de excepción, a la que algunos queremos aferrarnos con todo el cuerpo y con toda el alma. Eso: aferrarse a la excepción.
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Aceptamos, acomodándonos a la rutina, que no se nos reconozca el trabajo innovador o la investigación pedagógica en pos de alguna absurda y obsoleta resolución ministerial firmada vaya a saber en qué pasado remoto. Como le pasó a Carmen. Aceptamos que los cambios de gobierno vengan acompañados de recetas mágicas para arreglar todos los problemas educativos en dos semanas, para lo cual –¡oh, sorpresa!– la responsabilidad recae íntegramente en nosotros. Vemos pasar ministros, gobernadores, presidentes, que hablan de la importancia central, estratégica y decisiva de la educación para el desarrollo del país, pero cuando tenemos que negociar salarios nos atacan con las chicanas de la mediocridad, la vagancia, la inutilidad, la obsolescencia y, finalmente, la reemplazabilidad.
Algunos gobiernos, algunos funcionarios, han entendido mejor que otros la complejidad de trabajar como docente dentro del sistema educativo. Pero han pasado. Y si vuelven, también volverán a pasar. Y nosotros seguiremos allí, rondando el busto de Sarmiento que nos clava su mirada petrificada en la euforia decimonónica y su mandato ejemplar mientras para nosotros, en pleno siglo XXI de Netflix, reggaetón y violencia, pasan los años. Pero, como me dijo una docente a punto de jubilarse cuando entré a trabajar: “Yo todos los años tengo uno más, pero ellos siempre tienen 13”. Bienvenidos a la escuela: te aliena o te transforma.
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En los profesorados no se enseña el más siniestro de los contenidos ocultos de la carrera docente: aprender a gambetear el burn out. Estar quemado es una especie de necrosis emocional o psíquica que sobreviene cuando los emergentes de la escuela nos exceden. Los encuentros y desencuentros entre docentes están atravesados por el drama social, la falta de infraestructura, los salarios bajos, el desdén ministerial y gubernamental –o patronal, en las privadas–, la carga burocrática siempre tendiente al infinito, la necesidad de afecto de pibes sueltos por la vida sin lograr enganchar un pasamanos del cual agarrarse. El aglutinante del trabajo en la escuela es casi siempre un líquido pegajoso compuesto exclusivamente por miserias.
Y eso sólo se aprende en la trinchera.
—Dice Gabriel que no te va a tomar de nuevo, que ya te dio demasiadas oportunidades y que vos faltaste un montón, y así no se puede aprender. Y que no te va a aprobar por aprobar.
A Estefi se le llenaron los ojos de lágrimas –otra vez– porque el profesor de Educación Cívica nunca quiso entender que ella faltó porque fue mamá y tuvo que cuidar a su bebé que nació prematuro y estuvo internado un mes. No la dejaba entrar al aula con el nene y le puso una sanción cuando amagó con darle la teta durante su hora. Ningún otro docente le hacía tanta historia, el resto más o menos entendía la situación. Estefi tragó saliva y lágrimas: si había algún consuelo era que Gabriel no tenía un problema personal, porque a la mayoría de sus compañeros le inventó alguna excusa medio irracional para no terminar de cerrar nunca las notas. Nadie del curso podía seguirle el ritmo: no entendían sus consignas, ni qué era lo que evaluaba, porque constantemente cambiaba las reglas. Así que Estefi se fue para el aula donde estaba Verónica, la profe de Biología. Le costaba mucho esa materia, pero Verónica siempre había sido clara y concreta con el trabajo que se hacía.
—Mirá Estefi, a mí me parece que en lo que me entregaste a algunas respuestas les falta un poco de desarrollo.
Estefi quedó de nuevo al borde del llanto. En el aula, llena de grafitis de añares, hacía un calor insoportable: a fines de febrero el único ventilador que funcionaba estaba agonizando. Las paletas giraban en forma decorativa: no tiraban nada de aire.
—Igual yo te vi hacer un esfuerzo enorme, y la verdad que no puedo dejar de valorar eso. Vos por ahí no terminaste de cerrar los contenidos de Biología, pero sí avanzaste desde el punto de partida. Además fuiste mamá y aprender a manejar los tiempos de crianza con las obligaciones es un esfuerzo enorme. Aprobaste.
Estefi alzó a su bebé, que estaba ya transpirado y cansado de estar en el aula con ese calor, y dejó que una sonrisa enorme le transformara la cara. Había pasado de año.
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Las fábulas románticas sobre la escuela mienten. Ni los docentes somos héroes ni todos los pibes terminan sus trayectorias educativas habiendo aprendido cosas decisivas para su vida. Sin embargo, de esos relatos inspiradores y revolucionarios que todos hemos leído en el profesorado –la contraseña es “Paulo Freire”– emerge un sustrato de verdad. Es la variable crítica del acto educativo: la docencia es un trabajo que tiene sus pilares en un vínculo afectivo. Cuanto más clara, respetuosa y sanamente se tienda ese puente que implica –además– una relación de poder, las condiciones para educar serán más favorables. Dicho de otro modo: si en algo Freire la pegó era que con cariño por la tarea el trabajo escolar se hace con un diferencial decisivo.
El aula tiene su propio microclima, más predecible que el universo adulto. Como los pibes tienen, siempre, la misma edad, a medida que pasan los años uno va aprendiendo cosas del panorama mental y psicológico de los chicos y adolescentes. Con buena voluntad, incluso los peores emergentes –un pibe que no se quiere enmarcar, una clase atravesada por tensiones vinculares irremontables, una situación de violencia– forman parte del universo de lo posible. A diferencia de la alienación que recorre con su corset las mentes docentes para asifixiarlas, en el aula el foco está puesto en el conocimiento, en los objetivos que uno se plantea, en las preguntas de los alumnos. En sus dificultades y sus aportes al proceso de aprendizaje. Ahí está el núcleo, lo verdadero, lo importante: en la enseñanza.
En la clase está el centro de la galaxia educativa. La clase es una relación entre sujetos, alrededor de un campo de conocimiento, atravesado por estrategias didácticas en función de definiciones político-pedagógicas. Es una relación de poder, donde el docente debe ganarse ese lugar en función de aquel vínculo afectivo. Todo lo demás es coyuntura, es circunstancia: el contexto socioeconómico del país, las lógicas burocráticas ministeriales, la biología micropolítica institucional de cada escuela. Es entonces cuando, mirando desde fuera del aula, nos acecha la alienación docente –nuestra Parca personal– transubstanciada en ese compañero que nos psicopatea con mecanismos perversos, en ese burócrata que nos pide otra planilla Excel más, en ese ministro que nos llama “vagos”, en esa exclusión social que hace ruido en la panza de los pibes o que se les metió en la sangre en forma de falopa. ¿Pero está la Parcarealmente fuera del aula?
Lo artesanal de la docencia pasa por transitar la cornisa entre el acto educativo y las variables alienantes. El desafío entonces está en plantarse como un patovica brutal en la puerta para impedir que todo lo que perturba el laburo entre al aula. Algunas pocas veces se puede; la (enorme) mayoría de las veces no. Y ante eso sobreviene la frustración de no haber podido, de permitir que la lava de la exclusión social nos bañara en medio de la clase, desollándonos. Sin embargo, tal vez incluso en esas circunstancias fallidas, los pibes aprendieron algo.
Lo más oculto, lo extraordinario, es que lo que realmente aprenden los alumnos son cosas que los docentes hacemos de forma inconsciente. Aprenden más de nuestros actos, de nuestras actitudes frente a las cosas que compartimos en esas pocas horas en que nos cruzamos por día, que de los contenidos de las clases. Aprenden de los gestos, de los cuerpos, de las inflexiones de la voz, de las broncas y las alegrías. La epifanía de descubrir eso nos asoma a la cornisa: no basta con preparar eficientemente una clase para asegurarnos que hubo un avance en el proceso de aprendizaje. Somos ejemplo todo el tiempo, nos miran más de lo que nos escuchan. Y eso nos deja a la intemperie de una mirada constante, curiosa, que busca una referencia.
No hay guita que pague una mirada de respeto, cariño, admiración y reconocimiento. Porque, en tiempos de un capitalismo global incierto –de consumo, de violencia, de instantaneidad–, esas cuatro palabras –sobre todo en el marco de la escuela– parecen ser categorías obsoletas y perimidas.
De un tiempo a esta parte, ex alumnos y ex alumnas comenzaron a comentarme, a algunos compañeros y compañeras y a mí, que en su paso por el colegio donde trabajamos ellos habían aprendido a defender sus derechos. Si bien lo hemos trabajado en clase, no estoy seguro de fuera un foco académico demasiado relevante. Lo aprendieron al vernos transitar la escuela, relacionarnos con nuestros propios compañeros y con el gobierno. Y que hayan aprendido eso significa que nosotros, de alguna manera, logramos comunicarlo sin palabras. Más aún: logramos enseñarlo sin palabras.
Tal vez porque, simplemente, defender nuestros derechos es nuestra forma de vivir. Tal vez porque se enseña como se vive.
* Nota publicada en revista Anfibia
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