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Suele decirse que el bullying “siempre existió”, aunque quizás se trate de una afirmación apresurada y sólo parcialmente cierta. Es innegable que las hostilidades infantiles constituyen un clásico de la vida escolar y, como tales, son fuente de sufrimiento tanto ahora como en el siglo pasado. Sin embargo, hasta no hace mucho tiempo, otras cuestiones se consideraban más serias que esas rencillas de recreos y pasillos: era el caso de las amonestaciones, suspensiones y expulsiones, por ejemplo, así como de las malas notas.
Tanto para los estudiantes como para los maestros, los padres y la sociedad en general, esas sanciones impartidas por las autoridades solían ser mucho más contundentes que aquellas escaramuzas menores que entonces no tenían nombre y a las cuales no se les prestaba demasiada atención porque eran “cosas de chicos”, es decir, asuntos claramente marginales al magno ejercicio de la educación formal. Ahora, en cambio, está ocurriendo un curioso movimiento contrario: tanto las notas bajas como las reprimendas disciplinarias parecen haber abandonado ese peso que tenían hasta hace poco y, en contrapartida, el bullying pasó a ocupar un lugar cada vez más central.
No es casual que los tipos más tradicionales de “humillación escolar” estén perdiendo fuerza en este momento; es decir, aquellos castigos impuestos por una autoridad –un docente o un directivo– a los alumnos que no estudiaron o se portaron mal. Tampoco es tan raro que, al mismo tiempo, ganen prioridad esas otras puniciones que los mismos estudiantes se aplican entre sí, en las cuales no interviene la jerarquía institucional y cuyos motivos difieren mucho de las clásicas transgresiones a las reglas escolares.
De hecho, son bastante distintos los factores que intervienen en cada una de esas situaciones. Parece haber cambiado, sobre todo, la relación entre moral (lo que se considera correcto o no) y ley (lo que estipulan los reglamentos), así como el mecanismo de control social que actúa en cada caso. Los conflictos escolares más clásicos –motivados por sanciones disciplinarias o calificaciones insuficientes– se fundan en la culpa, un componente fundamental para que toda esa estructura pudiera funcionar.
¿En qué consiste esa culpabilidad? Se trata de un sentimiento de falta por haberse portado mal o por haber hecho algo indebido; es decir, algo prohibido por los estatutos escolares (ley) y considerado incorrecto de modo consensual(moral). Por eso, el mismo protagonista del episodio en cuestión probablemente admitiría su error: él sabe que hizo algo malo y, por tal motivo, se siente culpable y hasta digno del castigo. En una situación como ésa, por tanto, lo que prescribe la ley coincide casi perfectamente con los preceptos morales en vigor, y es por eso que la culpa funciona como un mecanismo eficaz de control social.
En el caso del bullying, sin embargo, el cuadro es otro: ya no sería la culpa lo que entra en juego en esas situaciones, sino la vergüenza. En esos episodios cada vez más habituales, no se trata de explorar una emoción interna o privada, que signa un dilema moral de cada uno consigo mismo ante la violación de las normativas y los valores vigentes. Cuando se desata la vergüenza, el drama no emerge del yo sino que proviene de los otros. De modo que se trata de un problema público, no privado o íntimo, y sólo existe porque lo desencadenan los demás.
Los otros constituyen el foco de este drama. Son aquellos que juzgan al protagonista de modo injusto,equivocado o hasta cruel, aunque él no tenga culpa de nada porque –en principio– no hizo algo considerado incorrecto para la moralidad en uso ni prohibido por los reglas de la institución. La ley, por tanto, no fue infringida en este caso. A lo sumo, es su misma rigidez la que titubea en virtud de un desfasaje con respecto a las nuevas costumbres. Y la moralidad se pone en jaque porque estalló el consenso sobre qué se considera bueno o malo, dando lugar al acto en cuestión al relajarse las inhibiciones más anticuadas.
Así, mientras la culpa va perdiendo su ancestral eficacia moralizadora, el bullying insinúa que la vergüenza se está volviendo cada más eficaz en el modelaje de las conductas y las subjetividades. Esos desplazamientos pueden parecer sutiles, lentos y tal vez insignificantes; no obstante, conviene prestarles atención porque pueden ser indicio de una importante transformación histórica. Quizás sugieran la configuración de un nuevo suelo a partir del cual pensamos, sentimos, actuamos y valoramos nuestras acciones. Un factor clave en esa mutación es el papel de la mirada ajena: algo que, sin duda, siempre fue importante, pero ahora parece haber ganado una preeminencia desmedida cuando se trata de definir quién es cada uno y cuánto vale.
Se trata de una metamorfosis muy compleja, que viene gestándose hace décadas para terminar de consumarse ahora, con ayuda de las tecnologías digitales de comunicación cuyas estrellas son los dispositivos móviles conocidos como smartphones o teléfonos celulares inteligentes. Esos aparatos no tienen más de diez años de existencia, pero que ya “todos”poseemos al menos uno y lo llevamos a todas partes. Además de tener cámaras fotográficas y de video embutidas, sus pantallas operan como espejos de múltiples reflejos y ofrecen acceso permanente a las redes informáticas. Esos tres elementos son primordiales –cámaras, pantallas y redes–pues permiten operar en la visibilidad y la conexión sin pausa, dos vectores que se han vuelto vitales para la construcción de las subjetividades contemporáneas.
No se trata de un cambio menor. En vez de propiciar la introspección como un mecanismo privilegiado de constitución de la subjetividad, tal como ocurría con varias tecnologías analógicas asociadas al universo escolar (el libro impreso, el cuaderno, la lapicera, el diario íntimo y las cartas, por ejemplo), el nuevo instrumental favorece la edificación de sí mismo en la exposición de las pantallas y en contacto permanente con muchos otros.
Cabe notar, además, que el desplazamiento de la culpa hacia la vergüenza está sintonizado con esa reformulación. Si la interioridad deja de ser el escenario donde ocurre una lucha de cada uno consigo mismo, una disputa de los propios deseos o ambiciones contra las rígidas reglas del espacio público(moral y ley), ahora el drama se desplaza hacia el ámbito público. Este se convierte en un espacio donde todos pueden (o deberían) ver quién es cada uno, y donde los valores vigentes se han sacudido al punto de entrar en conflicto con las normas todavía usuales pero cada vez más obsoletas.
No sorprende, en este contexto, que las apariencias ya no sean tan “vanas”, frívolas o hasta engañosas, como solían serlo en pleno siglo XIX y durante buena parte del XX, cuando lo esencial era “invisible a los ojos” y lo más importante o valioso de cada individuo se expresaba como la “belleza interior”. Nada menos que el lugar de la verdad se ha trastocado: ésta ya no se hospeda prioritariamente “dentro” de cada uno, en la interioridad psicológica de cada individuo, sino que tiende a ser irradiada y proyectada por la mirada ajena.
De modo que son los otros, definidos de modo creciente como espectadores o seguidores, quienes tienen la capacidad de decir quién es cada uno y cuánto vale, incluso de un modo muy literal: haciendo clic en el botón “me gusta” o bien despreciando sus manifestaciones visibles. Es así como se le concede (o no) la misma existencia al yo que se expone, algo pasible de ser evaluado mediante la constante medición de visualizaciones, comentarios y repercusiones.
Vivir en la vidriera, sin embargo, tiene como contracara el riesgo de una vulnerabilidad inédita ante la despótica mirada ajena, que puede desdeñar el propio perfil sin que haya otras instancias donde refugiarse y desarrollarse de forma más protegida. Tanto la interioridad como la intimidad parecen haber dejado de cumplir esa función, al relajarse tanto sus barrotes opresivos como sus posibilidades de amparar y resguardar para fortalecerse.
Tampoco sobrevive el viejo sueño de una “isla desierta”hacia donde huir, ya sea real o metafórica: un lugar apartado de todo y de todos, que no sólo ve el paso al “infierno” de los otros sino que además sea inaccesible a las ubicuas redes. La interconexión supone una dinámica que desconoce cualquier límite: no hay barreras espaciales ni temporales, sus tentáculos inalámbricos alcanzan todos los rincones y funcionan las veinticuatro horas del día, sin descanso nocturno ni de fin de semana o de vacaciones. De allí su inmenso potencial invasivo y el riesgo constante que es necesario administrar con un hábil despliegue de estrategias de espectacularización bajo control.
Por más esfuerzo que se le dedique y por más recaudos que se tomen, esa cuidadosa curaduría de uno mismo puede fallar y ese traspié puede “viralizarse”. Por tales motivos, cabe pensar al fenómeno del bullying como un síntoma de esa fragilidad que caracteriza a las subjetividades estimuladas por los modos de vida contemporáneos, con sus identidades construidas a la vista de todos y siempre disponibles para compartir lo que sea, pero también –y justamente por eso– al borde del peligro de ser destruidas a fuerza de una humillación que se propaga al infinito.
Una versión anterior de este artículo fue publicada en La época, Revista de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), con el título ” Bullying: ¿culpa o vergüenza?”, N°6, Marzo de 2015, Buenos Aires, http://laepoca.apa.org.ar/?p=445.
* Nota publicada en Revista Anfibia
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