¿Qué pasa cuando un docente se equivoca?
Por Adrián Paenza
Foto: El Cohete a la Luna
L o que sigue es una historia real, pero más aún: si no lo fuera no tendría importancia, porque es tan poderosa y lleva en sus entrañas tanta verdad que su veracidad –y es curioso que esté escribiendo esto- resulta irrelevante. El mensaje es decididamente brutal.
Claro, después de esta introducción, me será difícil hacer justicia a lo que escribí, ¿no es así? Intuyo que usted me está esperando para reprocharme al finalizar de leer: “¿Esto le pareció tan ‘brutal’? ¿Esto fue todo?”.
Sí, permítame decirle que sí, que aún corriendo ese riesgo, prefiero reproducir la historia y después, pensemos juntos las implicancias que tiene.
Primer Acto
El 9 de agosto del año pasado (2017), en un sitio de internet que se llama Quora, estaba la narración de una joven (la voy a llamar María), que quería compartir una historia que ella había vivido cuando tenía 12 años. María estaba aún en la escuela primaria. Pero quería contar esa historia para enfatizar el impacto que tuvo en ella. Esto fue lo que pasó.
La maestra había planteado un problema para que los alumnos resolvieran y les dio el tiempo suficiente para hacerlo. María, como todos sus compañeros, entregó el papel con su solución y se fue a su casa satisfecha. Estaba segura de que lo había hecho bien. Más aún: estaba muy orgullosa de la respuesta que había encontrado y del sostén lógico que había encontrado para hacerla sentir tan tranquila.
Al día siguiente, la maestra distribuyó las notas y en ese particular problema, la maestra escribió: “¡Equivocado!”.
María no lo podía creer. Se quedó compungida por la nota, pero además le pasaba algo mucho peor: ¿en dónde estaba el error? ¿Qué es lo que ella podría haber pensado mal?
María estaba segura de su respuesta y no quería transar. Acá, una pausa.
Segundo Acto
Durante el ‘tiempo’ que dure la pausa, voy a escribir el problema y después la solución de María. Si estuviera junto a usted, le pediría que antes de leer cualquier solución y/o respuesta, dedíquele un ratito siquiera para ver qué se le ocurriría a usted. Recuerde que es un problema que corresponde a una escuela primaria por lo que –obviamente— no tiene un alto grado de sofisticación, pero lo que SI hay es una propuesta para pensar. Acá voy.
Un hospital está preparando una rifa para recolectar fondos. La idea es conseguir dinero para comprar un tomógrafo. Está claro que a través de la rifa exclusivamente no lo van a lograr, pero el afán de cooperar de todos ayudará a que el dinero que junten sea significativo.
El hospital va a vender (o intentará vender) 5.500.000 rifas (todas con un número diferente). Los promotores de la rifa aseguran que una de cada cuatro rifas seguro que tiene algún premio asignado.
Dicho esto, he aquí la pregunta que hizo la maestra: ¿Cuántas rifas tendría que comprar una persona para garantizarse que va a ganar por lo menos algún premio?
Acá le pido que dedique un mínimo esfuerzo a pensar cómo contestaría usted esta pregunta. Yo voy a seguir acá abajo, pero créame que disfrutará más de la lectura (si es que piensa seguir leyendo) le consagra algún tiempo al asunto.
Tercer Acto
María había contestado que la persona que quiera garantizarse con seguridad que adquirirá algún número premiado, necesita comprar 4.125.001 rifas: cuatro millones, ciento veinticinco mil y una rifas. ¿Por qué?
Este fue el argumento que la convenció: si en total hay 5.500.000 números y se sabe que una cuarta parte de ellos (uno de cada cuatro) están premiados, lo que tiene que hacer es dividir 5.500.000 por cuatro, y por lo tanto, obtiene 1.375.000.
Es decir, del total de cinco millones y medio de números, solamente 1.375.000 tienen premio. ¿Cuál podría ser el peor escenario al que María podría someterse? ¿Qué es lo peor que le podría pasar para que no consiga ningún premio?
Justamente, como hay 1.375.000 que tienen premio, el resto (5.500.000 – 1.375.000) = 4.125.000 ¡no tienen premio!
Si María decidiera comprar 4.125.000 números, podría tener tal mala suerte que ninguno de ellos contenga un premio. Pero ahora (y le propongo que usted piense por su cuenta antes de seguir con mi argumento), decía, aquí tuvo lugar la diferencia que advirtió María: si en lugar de comprar nada más que 4.125.000 ella comprara ¡un número más!, no importa cuál, SEGURO que tiene que haber alguno que tenga premio.
Habiendo comprado 4.125.000 (como queda dicho) podría ser que se hubiera llevado todos los no premiados, pero ni bien comprara uno más… ¡listo!
Fíjese que estoy hablando del peor de todos los escenarios posibles, porque María al comprar tantos números debía haber adquirido alguno con premio pero de todos modos —en términos de la hipótesis lógica— también podría haber comprado todos los números ‘malos’.
La maestra entendió distinto… y le escribió, en rojo: ¡Equivocado!
Cuarto Acto
María estaba desolada, pero aun así expectante por entender o descubrir dónde estaba el error. Sin embargo ella sabía que en algún momento alguno de sus compañeros —aquel que hubiese resuelto el problema ‘correctamente’ (al menos según la maestra)— habría de pasar al frente y resolvería el problema ante todos.
Esperó pacientemente hasta que eso sucedió. La maestra eligió a una de ellas y le dijo que no hacía falta que fuera hasta el frente. Solo le pidió que dijera la respuesta y una joven, dijo (para horror de María): “Para garantizarse que seguro habría de ganar un premio, una persona tiene que comprar….¡todos los números! Es decir, debería comprar los 5.500.000 números de la rifa”.
Quinto Acto
María estaba en desacuerdo. Y además no entendía donde estaba el error de su razonamiento. Por supuesto: si alguien comprara TODOS los números, seguro que conseguiría al menos un premio. De hecho, si comprara todos los números, conseguiría todos los premios también. Pero esa no era la pregunta. La pregunta era: ¿cuántos números debería comprar una persona para garantizarse que AL MENOS tendría en su poder algún número premiado?
Con temor, levantó su mano y dijo: ‘Yo creo que esa respuesta es equivocada’, con todos los nervios de una joven de 12 años contradiciendo a su maestra.
La maestra respondió: “Sin embargo, yo creo que esa es la respuesta correcta’.
María hizo un intento más: “Señorita, déjeme mostrarle lo que sucedería con menos números. Por ejemplo, si en lugar de ser 5.500.000 fueran nada más que 12, y supiéramos que solo una cuarta parte de ellos tienen premio, a mi me alcanzaría con comprar nada más que 10. Si tuviera mucha mala suerte y los primeros nueve que compro son todos perdedores (ya sabemos que hay NUEVE entre los doce que no tienen premio), pero también sabemos que los TRES RESTANTES sí lo tienen. No me hace falta comprarlos todos para ganar algo: me alcanza con comprar nada más que uno más.
La maestra no se resignó y atropelló: “Esa no es la forma en la que yo te/les enseñé cómo resolver este tipo de problemas. Dejame mostrarte con otro ejemplo.”
Y ofreció esta alternativa.
“Si en lugar de ser 12 números, hubiera nada más que cuatro números premiados.. ¿cuántos números tendrías que comprar?”.
Y allí paró. María, que no se quería dar por vencida, replicó:
“Sí, en ese caso particular, sí… y eso sucede porque cuando usted compró los tres que no tienen premio… queda SOLAMENTE UNO MAS por comprar. En ese caso, sí”.
La maestra, exasperada, no quiso seguir con ninguna elaboración más. María se ofreció para ir al frente y dibujar algunos diagramas (los clásicos diagramas de Venn) para mostrar que tenía razón, pero no hubo caso.
“Mirá, sentate y terminemos con esta historia. Estás equivocada porque lo digo yo, y yo soy la maestra. Si volvés a abrir la boca sobre este tema, me voy a ocupar de que recibas una sanción”.
María, ahora aterrorizada, no dijo más nada. Lo único que le faltaba era tener que enfrentar a sus padres.
Sexto y último acto
María escribió este texto muchos años después del episodio. Lo hizo con un agregado que es imperdible (y lo traduzco del inglés):
“Después de este ensayo tan increíblemente largo, quiero agradecer a esta maestra anónima, porque me ayudó a CEMENTAR (sic) mi ODIO hacia la matemática para siempre. Me llevó muchísimo tiempo poder recuperarme del profundo dolor y miseria que este episodio tuvo en mi vida, especialmente en los años de mi formación. Para ser completamente honesta, aún hoy, más de dos décadas después del episodio, decía… aún hoy siento ‘algo’ en mi estómago cada vez que escucho hablar de matemática, y en particular, de lo que viví como persona… abusada y torturada… para siempre”.
Ahora quisiera volver al principio. Está claro que hay/hubo un problema muy serio. Creo que no hace falta que escriba que la solución de María es la correcta. Pero aún si no lo hubiera sido, lo que resulta inaceptable es la reacción de la persona que ‘detenta el poder’ en la clase.
El cuestionamiento llega también por otro lado, o por lo menos es una pregunta que yo querría compartir con usted: “¿Cuán seguros estamos, usted y yo, de que situaciones de este tipo no son mucho más frecuentes de lo que advertimos y/o sabemos?”
En el momento crítico en el que se moldean las vocaciones, en donde la duda debería ser la motora de todos estos momentos, en donde la guía de alguien que se ofrezca vulnerable… ¡aún en los casos en donde seguro tenga razón!
Saber cuándo equivocarse, o mejor dicho, saber equivocarse es algo no menor. Deploro autorreferenciarme, pero uno de los ‘latiguillos’ con los que siempre me presenté ante alumnos es que yo no quisiera dejarles la impresión de que a mí todo se me ocurre rápido, que todo me sale fácil, que todo me parece obvio… En fin, comunicar todo el tiempo que es una construcción colectiva, sobre todo en tiempo, que es prueba y error, y sobre todo, que es mucho más error que acierto.
El problema reside en que yo (o los docentes en general), no exhibimos esas vulnerabilidades, y aparecemos, ante los ojos de quienes se someten casi por una cuestión de ‘temor reverencial’, como si fuéramos especialmente superdotados. Póngase por un instante en el lugar de María, o de cualquier niño, quien ve que no solo no logra entender por qué le preguntan lo que le preguntan, por qué ella (o él) no entienden la importancia de la pregunta, sino que encima, el docente, al contestar de la forma en la que lo hace, termina domando al alumno, lo hace sentir inferior, inadaptado, incapaz….y muy por debajo del nivel mínimo que se le tolera a una personita de su edad.
Y ese, si me permite, es el detalle criminal de esta historia: haber anulado o matado (para siempre, aunque suene exagerado), el extraordinario poder que tiene el propio error. Equivocarse hasta entender uno mismo por qué es un error, es muchísimo más sano y útil para el crecimiento que si ella (o él) hubieran entendido de entrada por qué el maestro o la maestra tenían razón.
Ah: y sobre todo, ¡estimular la pregunta! Nadie debería quedarse sin entender porque siente que si vuelve a preguntar retrasa al grupo. Si me puedo permitir una exageración más, dejar atrás a alguien es como perder a uno de nuestros amigos en la penumbra, y creyendo que como la ‘mayoría’ pasamos bien, si hay uno (o unos pocos) que no, la mayoría gana… ¡No! En este caso, estamos forzados a que para que haya mayoría, tengan que estar todos. Si no, hay algo que está mal.
Y por las dudas, María tenías razón. ¡Qué lástima que no podemos volver atrás!
¿No nos darías una nueva oportunidad?
* Nota publicada en El Cohete a la Luna