Un aborto político o la no-ley del más fuerte
Por Mario de Casas
Foto: El Cohete a la Luna (Gala Abramovich)
Por ahora han prevalecido los cánones patriarcales que interactúan con el capital
L eal a su tradición, el Senado abortó una iniciativa que implica un paso trascendental hacia una sociedad más justa.
Lo curioso es que, como cuando en 2015 y en 2017 votaron a Macri muchas de las víctimas de su proyecto político, económico y social, ahora se puso nuevamente en evidencia la compleja trama de condicionantes que determina la conducta de lxs humanxs cuando 14 senadoras, sobre 28 presentes y una ausente, votaron en contra la ley IVE; entre las que se cuentan quienes representan a las provincias de Formosa y Jujuy, cuyos índices de mortalidad de mujeres —en abrumadora mayoría de los sectores populares— por abortos clandestinos son los más altos del país: 10 veces el que registra de la Ciudad de Buenos Aires; de un país en el que —se estima— se realizan más de 500.000 abortos por año, con una de las mayores tasas de mortalidad materna en América —el doble que en Uruguay o Chile— debida a complicaciones por abortos clandestinos.
En 2015 y 2017 las víctimas votaron por su verdugo; en este caso, con su contribución decisiva al desenlace senatorial, se opusieron a dar un paso esencial hacia su propia liberación y la de sus representadas. Es insoslayable señalar que en cada una de estas instancias políticas la ideología cumplió un rol tan desequilibrante como el poder de sus respectivos publicistas: las corporaciones mediáticas hegemónicas en unas, la jerarquía y sectores retardatarios de las iglesias católica y evangélica en la otra.
La derrota transitoria del proyecto de ley que consagra el derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos es otro triunfo del silenciamiento de los sectores subalternos en la narrativa histórica del capitalismo: por ahora han prevalecido los cánones patriarcales que interactúan con el capital, como muestra el mismo Senado, en donde son amplia mayoría quienes no se embarazan ni abortan pero deciden sobre el aborto.
Muchxs senadorxs esgrimieron el argumento de que no se ha hecho lo suficiente en materia de educación sexual y salud reproductiva. Pues bien, las mujeres no sólo se embarazan porque desconozcan los métodos anticonceptivos o porque no accedan a ellos; existe la violencia sexual, física y psicológica en la pareja y en la familia, el abuso de poder que lleva a embarazos no planificados y no deseados. Pero hay en esto una cuestión de fondo que probablemente desconozcan quienes tranquilizan su conciencia con ese argumento: en términos políticos, los umbrales de tolerancia del patriarcado permiten debatir y hacer posibles algunos derechos sexuales y reproductivos, pero pretenden impedir el avance sobre la cuestión del aborto porque implica transformar el contrato sexual sobre el que se asienta el contrato social que, con retoques, todavía sigue vigente. Mucho se ha hablado acerca del contrato social como base fundamental de los Estados democráticos modernos, pero se mantiene un silencio profundo acerca del contrato sexual, que es la cara oculta del espejismo de igualdad instalado. Más aún, como es habitual en estos casos, algunxs de quienes se opusieron cantaron loas a la democracia, tal vez sin reparar en que con su voto tributaban a una democracia que en buena medida se basa en ese espejismo de igualdad: la igualdad de todos excluyendo a todas.
En todo caso, el primer derecho reproductivo es el de no reproducirse, que no puede ser ejercido plenamente y por todas sin la posibilidad del aborto legal, seguro y gratuito, que, por lo tanto, es un requisito de la ampliación de la democracia para el 52% de la población que no es varón, blanco y propietario.
Vivimos en una sociedad patriarcal: un sistema de relaciones sociales sexo-políticas basadas en diferentes instituciones públicas y privadas instaurado por los varones, quienes como grupo social, tanto en forma individual como colectiva, oprimen a las mujeres también en forma individual y colectiva; con una extensa presencia histórica y geográfica y variantes propias de cada tiempo y lugar. El combustible que hace funcionar tal sistema es una ideología mayoritariamente compartida en el seno de clases y géneros, el sexismo, que transforma en desigualdad las diferencias respecto al varón, que es la norma.
Una de esas diferencias es la capacidad de las mujeres de gestar una vida humana. La posibilidad de reproducir humanxs coloca a las mujeres en una situación especialísima, que se traduce en una relación social clave para la continuidad del sistema: los varones se apropian de la fuerza reproductiva y productiva, de los cuerpos y los productos de las mujeres, sea por medios pacíficos o mediante la violencia.
Al respecto es reveladora la verdadera historia de la caza de brujas que, como la trata de esclavos y la conquista de América, fue un componente imprescindible para establecer el orden capitalista moderno, pues cambió radicalmente las relaciones sociales y los fundamentos de la reproducción social, empezando por las relaciones entre mujeres y hombres, y mujeres y Estado. En particular, amplió el control del Estado sobre el cuerpo de las mujeres al criminalizar el dominio que ellas ejercían sobre su capacidad reproductiva y su sexualidad: las parteras y las ancianas fueron las primeras sospechosas.
El resultado de la caza de brujas en Europa fue un nuevo modelo de feminidad y una nueva concepción de la posición social de las mujeres, que devaluó su trabajo como actividad económica independiente y las ubicó en una posición de subordinación respecto de los hombres. El trabajo doméstico y todo el conjunto de actividades indispensables para la reproducción de nuestras vidas son esenciales para la organización del trabajo capitalista. Se trata de actividades que no sólo producen comida o ropa limpia, sino que reproducen la fuerza de trabajo, lo que las convierte en cierto sentido en el trabajo más productivo —más si se hace gratis— del capitalismo: sin él no podrían darse otras formas de producción.
Cuando el trabajo se convierte en la principal fuente de riqueza, el control sobre los cuerpos de las mujeres adquiere un nuevo significado, esos cuerpos son vistos como máquinas para la producción de fuerza de trabajo. Entonces comenzó un control mucho más estricto por parte del Estado sobre el cuerpo de las mujeres, consumado no sólo a través de la caza de brujas, sino también mediante la introducción de nuevas formas de vigilancia del embarazo y la maternidad. Por ejemplo, cuando la criatura nacía muerta o moría en el parto se culpaba y ajusticiaba a la madre.
La defensa actual de estas políticas, y en general la ruptura del control que las mujeres habían ejercido sobre la reproducción en la llamada Edad Media, se explica porque la fuerza de trabajo es todavía importante para la acumulación de capital, lo cual no quiere decir que en todo el mundo los patrones quieran tener más trabajadores, lo que quieren es controlar la producción de la fuerza de trabajo. Por ejemplo, en Estados Unidos se han promovido proyectos de ley que penalizan gravemente a las mujeres y limitan su capacidad de elegir si desean o no tener hijos, y varios Estados están introduciendo leyes que hacen responsable a la mujer de lo que ocurra al feto durante el embarazo.
Por eso es un error ubicar en tiempos medievales al doctor Albino, hombre del Opus Dei y PROpagandista de ideas trasnochadas: es un producto del capitalismo puro y duro.
Por su parte, la Iglesia sostiene uno de los pilares ideológicos del patriarcado al sacralizar a La familia; un tipo específico de familia, que es una de las instituciones que ha caracterizado al patriarcado. Es que la familia no es una organización inmutable y sempiterna, sino una relación social sujeta al cambio histórico: su centralidad surgió del papel que se le asignó en la herencia de la propiedad por vía paterna, que exigió la monogamia sexual de la mujer y su subordinación social. Todavía hoy la institución familiar desempeña una función económica y social que es la base material de la opresión de la mujer. Y así como en los inicios del capitalismo a la Iglesia no le importaba condenar a las mujeres que salían a ganar un sustento para sus familias, su renovado discurso con eje en la defensa de las dos vidas no oculta que a la jerarquía no le importan las miles de mujeres que mueren por abortos clandestinos, ni los abusos a niñxs cometidos por sacerdotes, como no le importaron las mujeres detenidas, torturadas y desaparecidas ni los niñxs apropiados y privados de su identidad durante la última dictadura.
Si los grandes capitalistas quieren decidir cuántos trabajadores se están produciendo y en qué condiciones; a la cúpula de la Iglesia no le preocupa el aborto en sí, sino que lo decida cada mujer.
En el caso de los jerarcas del PRO, Macri, Vidal, Michetti, Pinedo, etc., la indiferencia al drama del aborto clandestino está reforzada: quienes además de tener confianza ciega en el mercado y contemplar la sociedad desde el balcón de los sectores dominantes, agotan su sensibilidad en asegurar los buenos negocios propios y los de sus amigos, no pueden percibir que las mujeres no constituyen un grupo homogéneo, que se diferencian entre sí de acuerdo con diversas pertenencias como la clase. Las mujeres de su condición pagan por sus derechos, es decir, ejercen una especie de ciudadanía de mercado. Y a propósito, la ciudadanía es una práctica de sujetos de carne y hueso, cuya identidad de género, clase, etnia, etc. afecta la participación en la distribución de múltiples recursos sociales y en la vida pública. La concepción liberal de ciudadanía basada en que la igualdad ante la ley supone un ciudadano que se mueve en una comunidad política como algo ajeno al orden corporal, social, cultural y económico no tiene nada que ver con la realidad.
Las mujeres son primero esposas, madres o cuidadoras de niñxs y después sólo algunas son ciudadanas, como predica la Iglesia con la paradójica ayuda de la ficción liberal de ciudadanía, que homogeneiza las necesidades de todas las mujeres y las subordina a las respuestas uniformes de una sociedad patriarcal.
* Nota publicada en El Cohete a la Luna